jueves, 1 de noviembre de 2012

CATEQUESIS DEL PAPA




 TEXTO COMPLETO: Catequesis del Papa sobre el hecho de que la fe nace de la Iglesia


VATICANO, 31 Oct. 12 / 11:01 am (ACI).- Queridos hermanos y hermanas,
Proseguimos nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado que la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa de venir a nosotros, y es una respuesta con la cual lo recibimos como verdad y cimiento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la vida, porque nos hace penetrar en la misma visión de Jesús, que obra en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, empezando de nuevo con algunas preguntas: ¿la fe tiene un carácter sólo personal e individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe por mi cuenta? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo de mi ser y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida la que recibe un cambio de ruta.
En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifestar la fe católica y formula tres preguntas: «¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente, estas preguntas se dirigían personalmente al que iba a recibir el Bautismo, antes de sumergirse tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: "Creo".
Pero mi creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir y una respuesta, es la acción de comunicar con Jesús la que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacer, en el que me encuentro unido no sólo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino, y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo de toda la vida.
No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque Dios me dona la fe a través de una comunidad creyente, que es la Iglesia y me inserta en una multitud de creyentes, en una comunión, que no es sólo sociológica, sino que tiene sus raíces en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, sólo si es comunitaria: puede ser mi fe, sólo si vive y se mueve en el "nosotros" de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe de la única Iglesia.
Los domingos, en la Santa Misa, rezando el Credo, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese "Creo", pronunciado de forma individual, nos une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que cada uno contribuye, por decirlo así, a una polifonía armoniosa en la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume claramente así: "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago – Catecismo de la Iglesia Católica n.181). La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.
En los comienzos de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con su poder sobre los discípulos en el día de Pentecostés –como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 2, 1-13) – la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva.
Los Apóstoles superan todos los miedos al proclamar lo que habían oído, visto, y experimentado personalmente con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar lenguas nuevas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. Los Hechos de los Apóstoles nos narran luego el gran discurso que Pedro pronuncia, precisamente, en el día de Pentecostés.
Comienza con un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a todos, que había sido acreditado en Dios con prodigios y grandes signos, ha sido clavado en la cruz y matado, pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.
Con Él entramos en la salvación definitiva anunciada por los profetas y el que invoque su nombre será salvado. (cfr. Hch 2,17-24). Al escuchar las palabras de Pedro, muchos se sienten interpelados personalmente, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar, recibiendo el don del Espíritu Santo (cfr. Hch 2, 37-41).
Así comienza el camino de la Iglesia, como comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza, gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de toda nación y cultura.
Es un pueblo ‘católico’, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto para acoger a todos, más allá de todo confín, demoliendo todas las barreras, como afirma san Pablo: "Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos. "(Colosenses 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos lleva a la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo, estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacados de nuestro aislamiento.
El Concilio Vaticano II lo recuerda: "Dios quiere salvar y santificar a los hombres, no individualmente y sin ningún vínculo entre ellos, sino que quiere hacer de ellos un pueblo, que Lo reconozca en la verdad y fielmente Lo sirva" (Constitución dogmática Lumen gentium, 9).
Recordando aún la liturgia del Bautismo, notamos que, en la conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos "creo" a las verdades centrales de la fe, el celebrante dice: "Esta es nuestra fe, ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús Señor nuestro. "La fe es la virtud teologal, es decir, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo San Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haber comunicado a ellos el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1 Cor 15:3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebrar de los Sacramentos, que llega hasta nosotros y que nosotros llamamos Tradición. Ella nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo primordial del anuncio es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde mana todo el patrimonio de la fe.
Dice el Concilio: "La predicación apostólica, que se expresa de un modo especial en los libros inspirados, debía ser entregada con sucesión continua hasta el fin de los tiempos". Constitución Dogmática. Dei Verbum, 8). Por lo tanto, si las Sagradas Escrituras contienen la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que los hombres de todas las épocas tengan acceso a sus vastos recursos y puedan enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, cito una vez más el Vaticano, "en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree" (ibid.).
Por último, quisiera destacar que es en la comunidad eclesial que la fe personal crece y madura. Es interesante observar como en el Nuevo Testamento la palabra "santos" se refiere a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué es lo que se quería indicar, con este término? El hecho de que los que tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos, así, en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro de Dios vivo.
Esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y poco a poco configurar por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se convierte como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El Beato Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio afirma que "la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones ¡La fe se refuerza donándola!
La tendencia, hoy generalizada, de relegar la fe al ámbito privado contradice su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y experimentar juntos los dones de Dios: su Palabra, los Sacramentos, el sostén de la gracia y el testimonio del amor. Así nuestro "yo" en el "nosotros" de la Iglesia podrá percibirse, al mismo tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre los hombres.
En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (cf. Constitución Pastoral. Gaudium et Spes, 1).

domingo, 16 de septiembre de 2012

VIAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI A LÍBANO

   El Papa ha hecho "un llamamiento a todos a trabajar por la paz" durante su homilía en la Misa celebrada en el City Center Waterfront de Beirut en la cual los medios libaneses estimaron la participación de más de 300 mil personas.
   Así, en el último día de su viaje apostólico en Líbano, el Pontífice ha implorado "particularmente al Señor que conceda a esta región de Oriente Próximo servidores de la paz y la reconciliación, para que todos puedan vivir pacíficamente y con dignidad".
   Asimismo, ha realizado otro llamamiento a trabajar por la paz "cada uno como pueda y allí dónde se encuentre" por lo que ha resaltado la importancia del "testimonio esencial que los cristianos deben dar aquí, en colaboración con todas las personas de buena voluntad".
   Esta Celebración Eucarística en el City Center Waterfront de Beirut se ha realizado en ocasión de la publicación de la exhortación apostólica post-sinodal de Oriente Medio 'Ecclesia in Medio Oriente', 'Iglesia en Oriente Próximo' que él mismo Benedicto XVI firmó el pasado 14 de septiembre en la Basílica de 'St Paul' de la ciudad de Harissa, el texto es fruto de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos realizada en el Vaticano del 10 al 24 de octubre de 2010, por lo que estuvieron presentes alrededor de 300 obispos de todo Oriente Próximo.
   Al llegar el Papa fue recibido por el alcalde que le entregó las Llaves de la ciudad y por el patriarca de Antioquía de los Maronitas y presidente de la Asamblea de los Patriarcas y de los Obispos Católicos del Líbano (APECL), su Beatitud Béchara Boutros Raï que dirigió unas palabras. Además ha asistido a la Misa el Presidente de la República junto a otras personalidades institucionales.
   Durante su homilía, el Papa ha saludado a los demás patriarcas y obispos de las iglesias orientales, a los obispos latinos de las regiones vecinas, así como a los cardenales y obispos procedentes de otros países y ha recordado que el próximo 11 de octubre iniciará el Año de la fe en el cual espera que "todo fiel se comprometa de forma renovada en este camino de conversión del corazón" por lo que a lo largo de todo este año el Pontífice ha animado "vivamente, a profundizar vuestra reflexión sobre la fe, para que sea más consciente, y para fortalecer vuestra adhesión a Jesucristo y su evangelio".
   Por otra parte, Benedicto XVI ha destacado que "el camino por el que Jesús nos quiere llevar es un camino de esperanza para todos" y ha subrayado que el servicio es "una exigencia imperativa para la Iglesia y, para los cristianos, el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús" ya que "es un elemento fundacional de la identidad de los discípulos de Cristo".
   En este sentido, "la vocación de la Iglesia y del cristiano es servir, como el Señor mismo lo ha hecho, gratuitamente y a todos, sin distinción. Por tanto, en un mundo donde la violencia no cesa de extender su rastro de muerte y destrucción, servir a la justicia y la paz es una urgencia, para comprometerse en aras de una sociedad fraterna, para fomentar la comunión", ha añadido.
   Asimismo, el Papa ha indicado que "el servicio debe entrar también en el corazón de la vida misma de la comunidad cristiana" en todo cargo en la Iglesia, por lo que "éste es el espíritu que debe reinar entre todos los bautizados, en particular con un compromiso efectivo para con los pobres, los marginados y los que sufren, para salvaguardar la dignidad inalienable de cada persona".
   Al finalizar, se ha dirigido a los que sufren "en el cuerpo o en el corazón" y ha insistido en que su dolor "no es inútil" porque "Cristo servidor está cercano a todos los que sufren" y "Él está a su lado" por lo que ha auspiciado que encuentren en su camino "hermanos y hermanas que manifiesten concretamente su presencia amorosa, que no los abandonará" por lo que ha solicitado que "Cristo los colme de esperanza" enviando una bendición a toda la región de Oriente Próximo para que conceda el don de la paz.

martes, 21 de febrero de 2012

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: CON EL PODER DEL ESPÍRITU SANTO

EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO: LAS PERSECUCIONES

1. INTRODUCCIÓN: IMPERIO ROMANO Y CRISTIANISMO
El nacimiento y primer desarrollo del Cristianismo tuvo lugar dentro del marco cultural y político del Imperio romano. Es cierto que durante tres siglos la Roma pagana persiguió a los cristianos; pero sería equivocado pensar que el Imperio constituyó tan sólo un factor negativo para la difusión del Evangelio. La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaban la paz y el orden. La tranquilidad existente hasta bien entrado el siglo III y la facilidad de comunicaciones entre las diversas tierras del Imperio favorecían la circulación de las ideas. Cabe afirmar que las calzadas romanas y las rutas del mar latino fueron cauces para la Buena Nueva evangélica, a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo.


2. LOS PRIMEROS CONVERSOS
La afinidad lingüística -sobre la base del griego, primero, y del griego y el latín, después- facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual dominado por la crisis del paganismo ancestral y la extensión de un anhelo de genuina religiosidad entre las gentes espiritualmente selectas, predisponía también a dar acogida al Evan­gelio. Todos estos factores favorecían, sin duda, la extensión del Cristianismo.

Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades que, sin exageración, cabe calificar de formidables. Los cristianos procedentes del Judaismo debían romper con la comunidad de origen, que en adelante los miraría como tránsfugas y traidores. No eran menores los obstáculos que necesitaban superar los conversos venidos de la gentilidad, sobre todo los pertenecientes a las clases sociales elevadas. La fe cristiana les obligaba a apartarse de una serie de prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador, que tenían un sentido religioso-pagano, pero que eran a la vez consideradas como exponente de la inserción del ciudadano en la vida pública y testimonio de fidelidad hacia el Imperio. De ahí la acusación de «ateísmo» lanzada tantas veces contra los cristianos; de ahí la amenaza de persecución y martirio que se cernió sobre ellos durante siglos y que hacía de la conversión cristiana una decisión arriesgada y valerosa, incluso desde un punto de vista meramente humano. ¿Cuáles fueron las razones que determinaron el gran enfrentamiento entre Imperio pagano y Cristianismo? La religión cristiana fomentaba entre las gentes el respeto y la obediencia hacia la legítima autoridad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt XX, 15-21), fue el principio formulado por el propio Cristo. Los Apóstoles desarrollaron esta doctrina: «toda persona esté sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios» (Rom XIII, 1), escribió San Pablo a los fieles de Roma; «temed a Dios, honrad al rey» (I Pet II, 17), exhortaba San Pedro a los discípulos. El Imperio, por su parte, era religiosamente liberal y toleraba con facilidad nuevos cultos y divinidades extranjeras. El choque y la ruptura llegaron porque Roma pretendió exigir de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dar: el homenaje religioso de la adoración, que sólo a Dios les era lícito rendir.


3. LA PERSECUCIÓN DE NEÓN
Las circunstancias que rodearon a la primera persecu­ción -la neroniana- fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana. La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo -el incendio de Roma- contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos. El Cristianismo era considerado por el historia­dor Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», se­gún Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven. El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de ne­fandas maldades. «´¡Los cristianos a las fieras!´ -dirá Tertuliano- se convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares».


4. DESARROLLO DEL CRISTIANISMO EN LOS PRIMEROS SIGLOS
El Cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana -el «nombre cristiano»- constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares. Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua, y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento. La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos. Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirlos por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehu­saran sacrificar a los dioses. Tertuliano -apologista cristiano y buen jurista- pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales -dice, refirién­dose a los cristianos-, ¿por qué no los persigues?; y si son ino­centes, ¿por qué los castigas?» En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz. En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» -un período de peligrosa desintegración política-, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Ésta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.


5. LA PERSECUCIÓN DE DECIO
La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios. El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia. La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles -los lapsi-, muy pocos.


6. LA PERSECUCIÓN DE DIOCLECIANO
La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano. El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos. El régi­men tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores -entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio- fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución. Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia. La perse­cución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan sólo las Galias y Britania -gobernadas por el cesar Constancio Cloro, simpatizante con el Cristianismo y padre del futuro emperador Constantino- quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios. El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.

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miércoles, 25 de enero de 2012

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO



La Sagrada Biblia, en el capítulo 9 de los Hechos de los Apóstoles, narra así La Conversión de San Pablo:
"Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas de recomendación para las sinagogas de los judíos de Damasco, para que si encontraba algunos seguidores de Cristo, los pudiera llevar presos y encadenados a Jerusalén.
Y sucedió que yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo; cayó en tierra y oyó una voz que le decía: "Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues?". El respondió: ¿Quién eres tú Señor? Y oyó que le decían: "Yo soy Jesús a quien tú persigues. Pero ahora levántate; entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tendrás que hacer".
Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y aunque tenía los ojos abiertos no veía nada. Lo llevaron de la mano y lo hicieron entrar en Damasco. Pasó tres días sin comer y sin beber.
Había en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: ¡Ananías! El respondió: "Aquí estoy Señor" y el Señor le dijo: "Levántate. Vete a la calle Recta y pregunta en la casa de Judas por uno de Tarso que se llama Saulo; mira: él está en oración y está viendo que un hombre llamado Ananías entra y le coloca las manos sobre la cabeza y le devuelve la vista.
Respondió Ananías y dijo: "Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los males que ha causado a tus seguidores en Jerusalén, y que ha venido aquí con poderes de los Sumos Sacerdotes para llevar presos a todos los que creen en tu nombre".
El Señor le respondió: "Vete, pues a éste lo he elegido como un instrumento para que lleve mi nombre ante los que no conocen la verdadera religión y ante los gobernantes y ante los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre".
Fue Ananías. Entró en la casa. Le colocó sus manos sobre la cabeza y le dijo: "Hermano Saulo: me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías. Y me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo". Al instante se le cayeron de los ojos unas como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas.
Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco y enseguida se puso a predicar en favor de Jesús, en las sinagogas o casas de oración, y decía que Jesús es el Hijo de Dios. Todos los que lo escuchaban quedaban admirados y decían: ¿No es éste el que en Jerusalén perseguía tan violentamente a los que invocaban el nombre de Jesús? Y ¿No lo habían enviado los Sumos Sacerdotes con cartas de recomendación para que se llevara presos y encadenados a los que siguen esa religión? "Pero Saulo seguía predicando y demostraba a muchos que Jesús es el Mesías, el salvador del mundo".
Saulo se cambió el nombre por el de Pablo. Y en la carta a los Gálatas dice: "Cuando Aquél que me llamó por su gracia me envió a que lo anunciara entre los que no conocían la verdadera religión, me fui a Arabia, luego volví a Damasco y después de tres años subí a Jerusalén para conocer a Pedro y a Santiago". Las Iglesias de Judea no me conocían pero decían: "El que antes nos perseguía, ahora anuncia la buena noticia de la fe, que antes quería destruir". Y glorificaban a Dios a causa de mí.
Apóstol San Pablo: que tu conversión sea como un ideal para todos y cada uno de nosotros. Que también en el camino de nuestra vida nos llame Cristo y nosotros le hagamos caso y dejemos nuestra antigua vida de pecado y empecemos una vida dedicada a la santidad, a las buenas obras y al apostolado.
Si lo que busco es agradar a la gente, no seré siervo de Cristo.

ORACIÓN POR EL PAPA

Oh Jesús, Rey y Señor de la Iglesia: renuevo en tu presencia mi adhesión incondicional a tu Vicario en la tierra, el Papa. En él tú has querido mostrarnos el camino seguro y cierto que debemos seguir en medio de la desorientación, la inquietud y el desasosiego. Creo firmemente que por medio de él tú nos gobiernas, enseñas y santificas, y bajo su cayado formamos la verdadera Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Concédeme la gracia de amar, vivir y propagar como hijo fiel sus enseñanzas. Cuida su vida, ilumina su inteligencia, fortalece su espíritu, defiéndelo de las calumnias y de la maldad. Aplaca los vientos erosivos de la infidelidad y la desobediencia, y concédenos que, en torno a él, tu Iglesia se conserve unida, firme en el creer y en el obrar, y sea así el instrumento de tu redención. Así sea.