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1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la
vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar
por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta
Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos, para invitarlos a
una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar
caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica 2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado. 3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante! 4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13). Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9). Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras! 5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría? 6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26). 7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[3] 8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros? II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar 9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16). Leer aquí el documento completo.
sources:
Vatican.va
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martes, 17 de diciembre de 2013
“LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO LLENA EL CORAZÓN Y LA VIDA ENTERA DE LOS QUE SE ENCUENTRAN CON JESÚS”
martes, 13 de agosto de 2013
EL PRÓXIMO 13 DE OCTUBRE, EL PAPA FRANCISCO CONSAGRARÁ EL MUNDO AL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA
En respuesta al
deseo del Santo Padre Francisco, la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de
Fátima, que es venerada en la Capilla de las Apariciones, estará en Roma el 12
y el 13 de octubre, en la
Jornada Mariana promovida por el Pontificio Consejo para la
Promoción de la
Nueva Evangelización. En el día 13 de octubre, junto a la
Imagen de Nuestra Señora, el Papa Francisco realizará la consagración del mundo
al Inmaculado Corazón de María.
La Jornada Mariana es uno de los grandes
eventos previstos en el calendario de celebraciones del Año de la Fe y
congregará en Roma a centenares de movimientos e instituciones vinculadas a la
devoción mariana.
En una carta
dirigida al Obispo de Leiría-Fátima, Antonio Marto, el presidente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización,
Mons. Rino Fisichella, comunica que “todas las realidades eclesiales de
espiritualidad mariana” están invitadas a participar en la Jornada Mariana:
un encuentro que tiene previsto, en el día 12, una peregrinación a la tumba del
Apóstol San Pedro y otros momentos de oración y meditación; y, en el día 13, la
celebración eucarística presidida por el Papa Francisco, en la Plaza San Pedro.
“Es un vivo deseo
del Santo padre que la
Jornada Mariana pueda tener como especial signo uno de los
íconos marianos que están entre los más significativos para los cristianos de
todo el mundo y, por ese motivo, hemos pensado en la amada estatua original de
Nuestra Señora de Fátima”, escribió Mons. Fisichella.
De este modo, la
Imagen de Nuestra Señora dejará el Santuario de Fátima en Portugal en la mañana
del día 12 de octubre y regresará en la del día 13. En su lugar, en la Capilla
de las Apariciones, será colocada la primera Imagen de la Virgen Peregrina
de Fátima, entronizada en la Basílica de Nuestra Señora del Rosario desde el 8
de diciembre de 2003.
Fuente: Santuario
de Fátima
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Lo que los cardenales escucharon antes del Cónclave que eligió a Francisco
Gracias a que la Santa Sede lo ha hecho
público en las Acta Apostolicae Sedis, podemos ofrecer nuestra traducción de la
interesante intervención, cuyo contenido hasta ahora era desconocido, que el
Cardenal Prosper Grech dirigió a los cardenales electores antes del Cónclave
celebrado en marzo de este año, en el cual fue elegido Papa el Cardenal Jorge
Mario Bergoglio, tomando el nombre de Francisco.
***
A la venerable
edad de 87 años soy uno de los más ancianos del Colegio Cardenalicio, pero en
cuanto a nombramiento soy apenas un neonato; y ya que mi vida estuvo siempre
dedicada al estudio, mi conocimiento de los asuntos de la Curia no superan el
tercer grado. Sólo en cuanto tal me atrevo a presentar esta sencilla meditación
in nomine Domini.
El acto que estáis
por realizar dentro de esta Capilla Sixtina es un kairos, un momento
fuerte de gracia, en la historia de la salvación, que continúa en la Iglesia
hasta el final de los tiempos. Sed conscientes de que este momento pide de
vosotros la máxima responsabilidad. No importa si el Pontífice elegido sea de
una nacionalidad o de otra, de una raza o de otra, importa solamente si, cuando
el Señor le dirige la pregunta “Pedro, ¿me amas?”, él puede responder con toda
sinceridad: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Entonces las ovejas
confiadas por Jesús estarán seguras, y Pedro seguirá a Cristo, el Supremo
Pastor, donde quiera que vaya.
Con esto no tengo
ninguna intención de hacer un identikit del nuevo Papa y mucho menos de
presentar un plan de trabajo al futuro Pontífice. Esta tarea delicadísima
corresponde al Espíritu Santo, el cual en las últimas décadas nos ha regalado
una serie de óptimos pontífices santos. Mi intento es tomar de la Escritura
algunas reflexiones que nos permitan comprender lo que Cristo quiere de su
Iglesia, reflexiones que os podrán servir de ayuda en vuestras discusiones.
Durante su vida
Jesús enviaba a los discípulos a anunciar el Reino de Dios. El reino tiene
muchas facetas, pero podemos sintetizar su esencia como el momento de gracia y
de reconciliación que el Padre ofrece al mundo en la persona y obra de Cristo.
Reino e Iglesia no coinciden, el Reino es la soberanía paterna de Dios que
comprende a todos los beneficiarios de su gracia. Después de la Resurrección,
Jesús mando a los apóstoles al mundo entero para hacer discípulos de todas las
naciones y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La Iglesia hace esto presentando el Evangelio sin reduccionismos, sin diluir la
palabra; con las palabras de Pablo: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque
es el poder de Dios para la salvación del que cree, del judío en primer lugar y
también del griego”. Cuando se llega a compromisos con el Evangelio se lo vacía
de su dynamis, como si a una bomba en la mano se le quitase el explosivo
en ella contenido. No se debe ceder tampoco a la tentación, pensando que, como
el Concilio Vaticano II ha allanado la salvación también a aquellos que están
fuera de la Iglesia, se relativiza la necesidad del bautismo. Hoy se agrega el
abuso de tantos católicos indiferentes que descuidan o rechazan bautizar a los
propios hijos.
El anuncio del
Evangelio del Reino de Dios se concretiza en el anuncio de “Jesucristo, y éste
Crucificado”. Tanto la filiación divina de Cristo como su crucifixión
constituyen el scandalum crucis, “locura para los que se pierden, pero
para los que salvan – para nosotros – fuerza de Dios”. Es precisamente este
escándalo de la cruz el que humilla la hybris de la mente humana y la
eleva a aceptar una sabiduría que viene de lo alto. También en este caso,
relativizar la persona de Cristo poniéndola junto a otros “salvadores”
significa vaciar el cristianismo mismo de su sustancia. Fue precisamente la
predicación de lo absurdo de la cruz la que, en menos de trescientos años,
redujo al mínimo las religiones del Imperio Romano y abrió la mente de los
hombres a una visión nueva de esperanza y de resurrección. De esta misma
esperanza está sediento el mundo actual, que sufre una depresión existencial.
El Cristo crucificado,
sin embargo, está íntimamente vinculado a la Iglesia crucificada. Es la Iglesia
de los mártires, desde aquellos de los primeros siglos hasta los numerosos
fieles que, en ciertos países, se exponen a la muerte simplemente yendo a la
Misa dominical. Pero la Iglesia crucificada no se limita sólo a sus mártires.
Cuando ella refleja la persona, la enseñanza y el comportamiento de Cristo, no
hace más que presentar la Verdad, que es Cristo mismo. La Iglesia, por lo
tanto, pide a los hombres reflejarse en el espejo de Cristo y de sí misma.
Todos desean conocer la verdad, pero cuando ella revela nuestros defectos,
entonces es odiada y perseguida: “Oculis aegris odiosa lux, quae sanis
amabilis”, dice Agustín. Y Jesús predice: “Si me han perseguido a mí,
también os perseguirán a vosotros”. Por eso, la persecución es un quid
constitutivum de la Iglesia, como lo es la debilidad de sus miembros, de la
que no puede prescindir sin perder su individualidad, es una cruz que debe
abrazar.
La persecución,
sin embargo, no siempre es física, está también la persecución de la mentira:
“Felices vosotros cuando os insulten, os persigan, y os calumnien en toda forma
a causa de mí”. Esto lo habéis experimentado recientemente por medio de algunos
medios que no aman a la
Iglesia. Cuando las acusaciones son falsas, no es necesario
hacerles caso, aún si causan un inmenso dolor.
Otra cosa es
cuando contra nosotros se dice la verdad, como ha ocurrido en muchas de las
acusaciones de pedofilia. Entonces es necesario humillarse delante de Dios y de
los hombres y tratar de extirpar el mal a toda costa, como ha hecho, con gran
pesar, Benedicto XVI. Sólo así se recupera credibilidad frente al mundo y se da
un ejemplo de sinceridad. Hoy mucha gente no llega a creer en Cristo porque su
rostro es oscurecido o escondido detrás de una institución que carece de
transparencia.
Pero si
recientemente hemos llorado por muchos acontecimientos desagradables ocurridos
entre el clero y los laicos, incluso en la casa pontificia, debemos pensar que
estos males, por graves que sean, si se comparan con ciertos males del pasado
en la historia de la Iglesia, no son más que un resfriado. Así como, con la
ayuda de Dios, estos han sido superados, se superará también la crisis presente.
Pero también un resfriado tiene necesidad de ser curado bien para que no se
convierta en neumonía.
El espíritu
maligno del mundo, el mysterium iniquitatis, se esfuerza continuamente
por infiltrarse dentro de la
Iglesia. Además, no olvidemos la advertencia de los profetas
al antiguo Israel de no buscar alianzas ni con Babilonia ni con Egipto, sino
seguir una pura política ex fide confiando solamente en Dios y en su
alianza. ¡Ánimo! Cristo nos anima cuando exclama: “Tengan confianza, yo he
vencido el mundo”.
Hagamos ahora un
paso adelante en nuestra pregunta sobre la voluntad de Dios respecto a la Iglesia. No hay duda
que la unidad de su cuerpo es el summum desideratum de Cristo, como
demuestra su oración sacerdotal en la última cena. Lamentablemente, el
cristianismo está todavía dividido, tanto en la fe como en el amor. Los
primeros intentos de ecumenismo inmediatamente después de la segunda guerra
mundial (recuerdo haber estado presente en algunos encuentros con Romano
Guardini en Burg Rothenfels), como también el compromiso suscitado por la Unitatis
redintegratio, están dando fruto, aún quedando un larguísimo camino por
delante. Los prejuicios mueren muy lentamente y alcanzar un acuerdo teológico
no es, de hecho, fácil. Estamos tentados de cansarnos en este camino que, a
menudo, parece darse en una sola dirección. Pero desistir del diálogo sería ir
explícitamente contra la voluntad de Dios. Más que las discusiones o los
encuentros ecuménicos, sin embargo, se necesita una oración confiada y conjunta
de todas las partes y un camino convergente hacia la santidad y el espíritu de
Jesús.
No menos fácil
para el futuro Pontífice será la tarea de mantener la unidad en la Iglesia Católica
misma. Entre extremistas ultratradicionalistas y extremistas ultraprogresistas,
entre sacerdotes rebeldes a la obediencia y aquellos que no reconocen los
signos de los tiempos, estará siempre el peligro de cismas menores que no sólo
dañan a la Iglesia sino que van en contra de la voluntad de Dios: la unidad a
toda costa. Unidad, sin embargo, no significa uniformidad. Es evidente que esto
no cierra las puertas a la discusión intra-eclesial, presente en toda la
historia de la Iglesia.
Todos son libres de expresar sus pensamientos sobre la tarea
de la Iglesia, pero que sean propuestas en la línea de aquel depositum fidei
que el Pontífice, junto con todos los obispos, tiene el deber de custodiar.
Pedro hará su tarea tanto más fácil cuanto la comparta con los otros Apóstoles.
Por desgracia hoy
la teología sufre del pensamiento débil que reina en el ambiente filosófico y
necesitamos de un buen fundamento filosófico para poder desarrollar el dogma
con una hermenéutica válida que hable un lenguaje inteligible al mundo
contemporáneo. Ocurre a menudo, sin embargo, que las propuestas de muchos
fieles para el progreso de la Iglesia se basan sobre el grado de libertad que
se concede en ámbito sexual. Ciertamente leyes y tradiciones que son puramente
eclesiásticas pueden ser cambiadas, pero no todo cambio significa progreso; es
necesario discernir si tales cambios se realizan para aumentar la santidad de
la Iglesia o para oscurecerla.
Pasemos ahora a un
capítulo todavía más acuciante. En el Occidente, al menos en Europa, el
cristianismo mismo está en crisis. Europa no ha querido ni siquiera tomar en
consideración las propias tradiciones históricas cristianas. Hay un laicismo y
un agnosticismo galopante que tiene diversas raíces, por mencionar sólo
algunas: la relativización de la verdad, fruto del ya mencionado pensamiento
débil, tema subrayado a menudo por Benedicto XVI, un materialismo que mezcla
todo en términos económicos, la herencia de gobiernos y partidos que tenían el
intento de remover a Dios de la sociedad, la explosión de la libertad sexual y
aquel rapidísimo progreso científico que no conoce frenos morales y
humanitarios. Además reina una ignorancia y descuido no sólo de la doctrina
católica sino del ABC mismo del cristianismo. Se siente, por eso, la urgencia
de la nueva evangelización que comienza con el kerigma anunciado a los no
creyentes, seguido por una catequesis continua alimentada por la oración.
Sin embargo, el
Señor, que nunca es vencido por la negligencia humana, parece que, mientras en
Europa se le cierran las puertas, Él las está abriendo de par en par en otros
lados, especialmente en el Asia. Y también en el Occidente, Dios no dejará de
reservarse un resto de Israel que no se arrodilla frente a Baal, un resto que
encontramos principalmente en los muchos movimientos laicales dotados de
carismas diversos que están dando una fuerte contribución a la nueva
evangelización. Estos movimientos están llenos de jóvenes, muy amados por los
últimos dos pontífices. Son ellos la semilla que, bien cuidada, crecerá en un
árbol nuevo lleno de frutos. Debe cuidarse, sin embargo, que los movimientos
particulares no crean que la Iglesia se agota en ellos.
En pocas palabras,
Dios no puede ser derrotado por nuestra negligencia. La Iglesia es suya, las
puertas del infierno la podrán herir en el talón pero nunca la podrán sofocar.
Hasta ahora hemos
hablado de papas, cardenales, obispos y sacerdotes, pero hay otro factor de
esperanza en la Iglesia que no debemos olvidar: el sensus fidelium.
Agustín lo llama “el Maestro interior” en cada creyente, y san Juan “la unción”
que nos enseña cada cosa, ella crea en lo íntimo del corazón aquel
discernimiento entre lo verdadero y lo falso, nos hace distinguir
instintivamente lo que es secundum Deum de lo que viene del mundo y del
maligno. Según la Dei Verbum,
también el sensus fidelium es un locus theologicus que debe ser
tomado en consideración por los pastores de la Iglesia. Las brasas
de la fe devota son mantenidas vivas por millones de fieles sencillos que están
lejos de ser llamados teólogos, pero los cuales, desde la intimidad de sus
oraciones, reflexiones y devociones, pueden dar profundos consejos a sus
pastores. Son ellos quienes “destruirán la sabiduría de los sabios y rechazarán
la ciencia de los inteligentes”. Esto quiere decir que cuando el mundo, con
toda su ciencia e inteligencia, abandona el logos de la razón humana, el Logos
de Dios brilla en los corazones sencillos, que forman la médula de la que se
nutre la espina dorsal de la Iglesia.
¿Pero por qué
estoy diciendo todo esto? Porque, aún profesando el lugar común de que el
Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no siempre lo tomamos en consideración
en nuestros planes sobre la Iglesia. Él trasciende todo análisis sociológico y
previsión histórica. Supera los escándalos, las políticas internas, los
arribismos y los problemas sociales, los cuales, en su complejidad, oscurecen
el rostro de Cristo que debe brillar incluso a través de densas nubes.
Escuchemos a Agustín: “Los apóstoles veían a Cristo y creían en la Iglesia que
no veían; nosotros vemos a la Iglesia y debemos creer en Cristo a quien no
vemos. Adhiriendo firmemente a lo que vemos, llegaremos a ver a aquel que ahora
no vemos”.
Y vosotros: ¿por
qué os encontráis aquí? En 1961 Juan XXIII recibió en audiencia al Cuerpo
diplomático ante la Santa
Sede en esta Capilla Sixtina. Indicó la figura dominante del
Cristo juez en el fresco de Miguel Ángel y les dijo que Cristo juzgará también
el obrar de cada nación en la historia. Vosotros os encontráis en esta misma
Capilla, bajo la figura de ese Cristo, con la mano levantada, no para aplastar
sino para iluminar vuestro voto, para que sea secundum Spiritum, non
secundum carnem, es decir, “non in
sinistrum nos
ignorantia trahat, non favor inflectat, non acceptio muneris vel
personae
corrumpat”.
Es de este modo que el elegido no será solamente el vuestro sino esencialmente
el Suyo.
Quisiera cerrar
con una nota más ligera. Éste no es el primer cónclave en el que he estado
presente. Yo estuve también en el cónclave de Pablo VI, como simple sacristán
que preparaba los altares. Un día vino a mí el Cardenal Montini, que me pidió
confesarlo; dos horas después era Papa. Muerto él, se preparaba el Cónclave, y
estaban con nosotros en el Colegio Santa Mónica, tres cardenales, entre ellos
el Cardenal Luciani. Siendo el más anciano me tocó dirigirles el saludo antes
de su partida a la
Capilla Sixtina. Recuerdo haber dicho: “Deciros `éxitos´ no
es de buen gusto; deciros `nos vemos´ es todavía peor. Sólo os digo: Dios os
bendiga”. ¡Soy un pájaro de buen agüero! El mismo saludo os dirijo a vosotros:
¡El Señor esté con vosotros y os bendiga!
lunes, 6 de mayo de 2013
BENEDICTO XVI
TEXTO COMPLETO: Catequesis del Papa sobre el hecho de que la fe nace de la Iglesia
VATICANO,
31 Oct. 12 / 11:01 am (ACI).-
Queridos hermanos y hermanas,
Proseguimos
nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado
que la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa de venir a
nosotros, y es una respuesta con la cual lo recibimos como verdad y cimiento
estable de nuestra vida. Es un don
que transforma la vida, porque nos hace penetrar en la misma visión de Jesús,
que obra en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.
Hoy
me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, empezando de nuevo con
algunas preguntas: ¿la fe tiene un carácter sólo personal e individual?
¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe por mi cuenta? Por supuesto, el acto
de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo de
mi ser y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida
la que recibe un cambio de ruta.
En
la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide
manifestar la fe católica y formula tres preguntas: «¿Creéis en Dios Padre
todopoderoso, Creador del cielo
y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu
Santo? Antiguamente, estas preguntas se dirigían personalmente al que iba a
recibir el Bautismo, antes de sumergirse tres veces en el agua. Y aún hoy, la
respuesta es en singular: "Creo".
Pero
mi creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es producto de mi
pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que
hay un escuchar, un recibir y una respuesta, es la acción de comunicar con
Jesús la que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para
abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacer, en el que me encuentro unido
no sólo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por
el mismo camino, y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo,
continúa a lo largo de toda la vida.
No
puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque Dios me
dona la fe a través de una comunidad creyente, que es la Iglesia y me inserta en
una multitud de creyentes, en una comunión, que no es sólo sociológica, sino
que tiene sus raíces en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es Amor trinitario. Nuestra fe es
verdaderamente personal, sólo si es comunitaria: puede ser mi fe, sólo si vive
y se mueve en el "nosotros" de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe de la única
Iglesia.
Los
domingos, en la Santa Misa,
rezando el Credo, nos expresamos en primera persona, pero confesamos
comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese "Creo", pronunciado de
forma individual, nos une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio,
en el que cada uno contribuye, por decirlo así, a una polifonía armoniosa en la
fe. El Catecismo de
la Iglesia Católica lo resume
claramente así: "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra,
conduce y alimenta nuestra fe. La
Iglesia es la
Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios
por Padre si no tiene a la
Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago – Catecismo
de la Iglesia
Católica n.181). La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y
vive en ella. Esto es importante recordarlo.
En
los comienzos de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con
su poder sobre los discípulos en el día de Pentecostés
–como se relata en los Hechos de los Apóstoles
(cfr. 2, 1-13) – la Iglesia
naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el
Señor Resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la
buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él,
a la fe que salva.
Los
Apóstoles superan todos los miedos al proclamar lo que habían oído, visto, y
experimentado personalmente con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo,
comienzan a hablar lenguas nuevas, anunciando abiertamente el misterio del que
fueron testigos. Los Hechos de los Apóstoles nos narran luego el gran discurso
que Pedro pronuncia, precisamente, en el día de Pentecostés.
Comienza
con un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús, y proclamando el
núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había beneficiado a todos, que
había sido acreditado en Dios con prodigios y grandes signos, ha sido clavado
en la cruz y
matado, pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos, constituyéndolo Señor y
Cristo.
Con
Él entramos en la salvación definitiva anunciada por los profetas y el que
invoque su nombre será salvado. (cfr. Hch 2,17-24). Al escuchar las palabras de
Pedro, muchos se sienten interpelados personalmente, se arrepienten de sus
pecados y se hacen bautizar, recibiendo el don del Espíritu Santo (cfr. Hch 2,
37-41).
Así
comienza el camino de la
Iglesia, como comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y
en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva
alianza, gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un
determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes
de toda nación y cultura.
Es
un pueblo ‘católico’, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto para
acoger a todos, más allá de todo confín, demoliendo todas las barreras, como
afirma san Pablo: "Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni
incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo ni hombre libre, sino sólo Cristo,
que es todo y está en todos. "(Colosenses 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde
el principio, es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el
lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual
de la Muerte y
Resurrección
de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de
hijos y nos lleva a la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo,
estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con
todo el Cuerpo de Cristo, sacados de nuestro aislamiento.
El
Concilio Vaticano II
lo recuerda: "Dios quiere salvar y santificar a los hombres, no
individualmente y sin ningún vínculo entre ellos, sino que quiere hacer de
ellos un pueblo, que Lo reconozca en la verdad y fielmente Lo sirva"
(Constitución dogmática Lumen gentium, 9).
Recordando
aún la liturgia del Bautismo, notamos que, en la conclusión de las promesas en
las que expresamos la renuncia al mal y repetimos "creo" a las
verdades centrales de la fe, el celebrante dice: "Esta es nuestra fe, ésta
es la fe de la Iglesia
y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús Señor nuestro. "La
fe es la virtud teologal, es decir, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la
historia. El mismo San Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haber
comunicado a ellos el Evangelio que a su vez también él había recibido (cf. 1
Cor 15:3).
Hay
una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de
celebrar de los Sacramentos,
que llega hasta nosotros y que nosotros llamamos Tradición. Ella nos da la
seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por
los Apóstoles. El núcleo primordial del anuncio es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor,
de donde mana todo el patrimonio de la fe.
Dice
el Concilio: "La predicación apostólica, que se expresa de un modo
especial en los libros inspirados, debía ser entregada con sucesión continua
hasta el fin de los tiempos". Constitución Dogmática. Dei Verbum, 8). Por lo
tanto, si las Sagradas Escrituras contienen la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la
transmite fielmente, para que los hombres de todas las épocas tengan acceso a
sus vastos recursos y puedan enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, cito una vez más
el Vaticano, "en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas
las generaciones todo lo que ella es y todo lo que ella cree" (ibid.).
Por
último, quisiera destacar que es en la comunidad eclesial que la fe personal
crece y madura. Es interesante observar como en el Nuevo Testamento la palabra
"santos" se refiere a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no
todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué es lo que
se quería indicar, con este término? El hecho de que los que tenían y vivían la
fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de
referencia para todos los demás, poniéndolos, así, en contacto con la Persona y con el Mensaje
de Jesús, que revela el rostro de Dios vivo.
Esto
vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y poco a poco
configurar por la fe de la
Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus
dificultades, se convierte como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que
recibe esta luz y la transmite al mundo. El Beato Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris
missio afirma que "la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana,
da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones ¡La fe se refuerza donándola!
La
tendencia, hoy generalizada, de relegar la fe al ámbito privado contradice su
propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y experimentar
juntos los dones de Dios: su Palabra, los Sacramentos, el sostén de la gracia y
el testimonio del amor. Así nuestro "yo" en el "nosotros"
de la Iglesia
podrá percibirse, al mismo tiempo, destinatario y protagonista de un
acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que
establece la comunión entre los hombres.
En
un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las
personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Iglesia,
portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (cf.
Constitución Pastoral. Gaudium
et Spes, 1).
CRUZADA DE ORACIÓN
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