En respuesta al
deseo del Santo Padre Francisco, la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de
Fátima, que es venerada en la Capilla de las Apariciones, estará en Roma el 12
y el 13 de octubre, en la
Jornada Mariana promovida por el Pontificio Consejo para la
Promoción de la
Nueva Evangelización. En el día 13 de octubre, junto a la
Imagen de Nuestra Señora, el Papa Francisco realizará la consagración del mundo
al Inmaculado Corazón de María.
La Jornada Mariana es uno de los grandes
eventos previstos en el calendario de celebraciones del Año de la Fe y
congregará en Roma a centenares de movimientos e instituciones vinculadas a la
devoción mariana.
En una carta
dirigida al Obispo de Leiría-Fátima, Antonio Marto, el presidente del
Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización,
Mons. Rino Fisichella, comunica que “todas las realidades eclesiales de
espiritualidad mariana” están invitadas a participar en la Jornada Mariana:
un encuentro que tiene previsto, en el día 12, una peregrinación a la tumba del
Apóstol San Pedro y otros momentos de oración y meditación; y, en el día 13, la
celebración eucarística presidida por el Papa Francisco, en la Plaza San Pedro.
“Es un vivo deseo
del Santo padre que la
Jornada Mariana pueda tener como especial signo uno de los
íconos marianos que están entre los más significativos para los cristianos de
todo el mundo y, por ese motivo, hemos pensado en la amada estatua original de
Nuestra Señora de Fátima”, escribió Mons. Fisichella.
De este modo, la
Imagen de Nuestra Señora dejará el Santuario de Fátima en Portugal en la mañana
del día 12 de octubre y regresará en la del día 13. En su lugar, en la Capilla
de las Apariciones, será colocada la primera Imagen de la Virgen Peregrina
de Fátima, entronizada en la Basílica de Nuestra Señora del Rosario desde el 8
de diciembre de 2003.
Fuente: Santuario
de Fátima
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Lo que los cardenales escucharon antes del Cónclave que eligió a Francisco
Gracias a que la Santa Sede lo ha hecho
público en las Acta Apostolicae Sedis, podemos ofrecer nuestra traducción de la
interesante intervención, cuyo contenido hasta ahora era desconocido, que el
Cardenal Prosper Grech dirigió a los cardenales electores antes del Cónclave
celebrado en marzo de este año, en el cual fue elegido Papa el Cardenal Jorge
Mario Bergoglio, tomando el nombre de Francisco.
***
A la venerable
edad de 87 años soy uno de los más ancianos del Colegio Cardenalicio, pero en
cuanto a nombramiento soy apenas un neonato; y ya que mi vida estuvo siempre
dedicada al estudio, mi conocimiento de los asuntos de la Curia no superan el
tercer grado. Sólo en cuanto tal me atrevo a presentar esta sencilla meditación
in nomine Domini.
El acto que estáis
por realizar dentro de esta Capilla Sixtina es un kairos, un momento
fuerte de gracia, en la historia de la salvación, que continúa en la Iglesia
hasta el final de los tiempos. Sed conscientes de que este momento pide de
vosotros la máxima responsabilidad. No importa si el Pontífice elegido sea de
una nacionalidad o de otra, de una raza o de otra, importa solamente si, cuando
el Señor le dirige la pregunta “Pedro, ¿me amas?”, él puede responder con toda
sinceridad: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. Entonces las ovejas
confiadas por Jesús estarán seguras, y Pedro seguirá a Cristo, el Supremo
Pastor, donde quiera que vaya.
Con esto no tengo
ninguna intención de hacer un identikit del nuevo Papa y mucho menos de
presentar un plan de trabajo al futuro Pontífice. Esta tarea delicadísima
corresponde al Espíritu Santo, el cual en las últimas décadas nos ha regalado
una serie de óptimos pontífices santos. Mi intento es tomar de la Escritura
algunas reflexiones que nos permitan comprender lo que Cristo quiere de su
Iglesia, reflexiones que os podrán servir de ayuda en vuestras discusiones.
Durante su vida
Jesús enviaba a los discípulos a anunciar el Reino de Dios. El reino tiene
muchas facetas, pero podemos sintetizar su esencia como el momento de gracia y
de reconciliación que el Padre ofrece al mundo en la persona y obra de Cristo.
Reino e Iglesia no coinciden, el Reino es la soberanía paterna de Dios que
comprende a todos los beneficiarios de su gracia. Después de la Resurrección,
Jesús mando a los apóstoles al mundo entero para hacer discípulos de todas las
naciones y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La Iglesia hace esto presentando el Evangelio sin reduccionismos, sin diluir la
palabra; con las palabras de Pablo: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque
es el poder de Dios para la salvación del que cree, del judío en primer lugar y
también del griego”. Cuando se llega a compromisos con el Evangelio se lo vacía
de su dynamis, como si a una bomba en la mano se le quitase el explosivo
en ella contenido. No se debe ceder tampoco a la tentación, pensando que, como
el Concilio Vaticano II ha allanado la salvación también a aquellos que están
fuera de la Iglesia, se relativiza la necesidad del bautismo. Hoy se agrega el
abuso de tantos católicos indiferentes que descuidan o rechazan bautizar a los
propios hijos.
El anuncio del
Evangelio del Reino de Dios se concretiza en el anuncio de “Jesucristo, y éste
Crucificado”. Tanto la filiación divina de Cristo como su crucifixión
constituyen el scandalum crucis, “locura para los que se pierden, pero
para los que salvan – para nosotros – fuerza de Dios”. Es precisamente este
escándalo de la cruz el que humilla la hybris de la mente humana y la
eleva a aceptar una sabiduría que viene de lo alto. También en este caso,
relativizar la persona de Cristo poniéndola junto a otros “salvadores”
significa vaciar el cristianismo mismo de su sustancia. Fue precisamente la
predicación de lo absurdo de la cruz la que, en menos de trescientos años,
redujo al mínimo las religiones del Imperio Romano y abrió la mente de los
hombres a una visión nueva de esperanza y de resurrección. De esta misma
esperanza está sediento el mundo actual, que sufre una depresión existencial.
El Cristo crucificado,
sin embargo, está íntimamente vinculado a la Iglesia crucificada. Es la Iglesia
de los mártires, desde aquellos de los primeros siglos hasta los numerosos
fieles que, en ciertos países, se exponen a la muerte simplemente yendo a la
Misa dominical. Pero la Iglesia crucificada no se limita sólo a sus mártires.
Cuando ella refleja la persona, la enseñanza y el comportamiento de Cristo, no
hace más que presentar la Verdad, que es Cristo mismo. La Iglesia, por lo
tanto, pide a los hombres reflejarse en el espejo de Cristo y de sí misma.
Todos desean conocer la verdad, pero cuando ella revela nuestros defectos,
entonces es odiada y perseguida: “Oculis aegris odiosa lux, quae sanis
amabilis”, dice Agustín. Y Jesús predice: “Si me han perseguido a mí,
también os perseguirán a vosotros”. Por eso, la persecución es un quid
constitutivum de la Iglesia, como lo es la debilidad de sus miembros, de la
que no puede prescindir sin perder su individualidad, es una cruz que debe
abrazar.
La persecución,
sin embargo, no siempre es física, está también la persecución de la mentira:
“Felices vosotros cuando os insulten, os persigan, y os calumnien en toda forma
a causa de mí”. Esto lo habéis experimentado recientemente por medio de algunos
medios que no aman a la
Iglesia. Cuando las acusaciones son falsas, no es necesario
hacerles caso, aún si causan un inmenso dolor.
Otra cosa es
cuando contra nosotros se dice la verdad, como ha ocurrido en muchas de las
acusaciones de pedofilia. Entonces es necesario humillarse delante de Dios y de
los hombres y tratar de extirpar el mal a toda costa, como ha hecho, con gran
pesar, Benedicto XVI. Sólo así se recupera credibilidad frente al mundo y se da
un ejemplo de sinceridad. Hoy mucha gente no llega a creer en Cristo porque su
rostro es oscurecido o escondido detrás de una institución que carece de
transparencia.
Pero si
recientemente hemos llorado por muchos acontecimientos desagradables ocurridos
entre el clero y los laicos, incluso en la casa pontificia, debemos pensar que
estos males, por graves que sean, si se comparan con ciertos males del pasado
en la historia de la Iglesia, no son más que un resfriado. Así como, con la
ayuda de Dios, estos han sido superados, se superará también la crisis presente.
Pero también un resfriado tiene necesidad de ser curado bien para que no se
convierta en neumonía.
El espíritu
maligno del mundo, el mysterium iniquitatis, se esfuerza continuamente
por infiltrarse dentro de la
Iglesia. Además, no olvidemos la advertencia de los profetas
al antiguo Israel de no buscar alianzas ni con Babilonia ni con Egipto, sino
seguir una pura política ex fide confiando solamente en Dios y en su
alianza. ¡Ánimo! Cristo nos anima cuando exclama: “Tengan confianza, yo he
vencido el mundo”.
Hagamos ahora un
paso adelante en nuestra pregunta sobre la voluntad de Dios respecto a la Iglesia. No hay duda
que la unidad de su cuerpo es el summum desideratum de Cristo, como
demuestra su oración sacerdotal en la última cena. Lamentablemente, el
cristianismo está todavía dividido, tanto en la fe como en el amor. Los
primeros intentos de ecumenismo inmediatamente después de la segunda guerra
mundial (recuerdo haber estado presente en algunos encuentros con Romano
Guardini en Burg Rothenfels), como también el compromiso suscitado por la Unitatis
redintegratio, están dando fruto, aún quedando un larguísimo camino por
delante. Los prejuicios mueren muy lentamente y alcanzar un acuerdo teológico
no es, de hecho, fácil. Estamos tentados de cansarnos en este camino que, a
menudo, parece darse en una sola dirección. Pero desistir del diálogo sería ir
explícitamente contra la voluntad de Dios. Más que las discusiones o los
encuentros ecuménicos, sin embargo, se necesita una oración confiada y conjunta
de todas las partes y un camino convergente hacia la santidad y el espíritu de
Jesús.
No menos fácil
para el futuro Pontífice será la tarea de mantener la unidad en la Iglesia Católica
misma. Entre extremistas ultratradicionalistas y extremistas ultraprogresistas,
entre sacerdotes rebeldes a la obediencia y aquellos que no reconocen los
signos de los tiempos, estará siempre el peligro de cismas menores que no sólo
dañan a la Iglesia sino que van en contra de la voluntad de Dios: la unidad a
toda costa. Unidad, sin embargo, no significa uniformidad. Es evidente que esto
no cierra las puertas a la discusión intra-eclesial, presente en toda la
historia de la Iglesia.
Todos son libres de expresar sus pensamientos sobre la tarea
de la Iglesia, pero que sean propuestas en la línea de aquel depositum fidei
que el Pontífice, junto con todos los obispos, tiene el deber de custodiar.
Pedro hará su tarea tanto más fácil cuanto la comparta con los otros Apóstoles.
Por desgracia hoy
la teología sufre del pensamiento débil que reina en el ambiente filosófico y
necesitamos de un buen fundamento filosófico para poder desarrollar el dogma
con una hermenéutica válida que hable un lenguaje inteligible al mundo
contemporáneo. Ocurre a menudo, sin embargo, que las propuestas de muchos
fieles para el progreso de la Iglesia se basan sobre el grado de libertad que
se concede en ámbito sexual. Ciertamente leyes y tradiciones que son puramente
eclesiásticas pueden ser cambiadas, pero no todo cambio significa progreso; es
necesario discernir si tales cambios se realizan para aumentar la santidad de
la Iglesia o para oscurecerla.
Pasemos ahora a un
capítulo todavía más acuciante. En el Occidente, al menos en Europa, el
cristianismo mismo está en crisis. Europa no ha querido ni siquiera tomar en
consideración las propias tradiciones históricas cristianas. Hay un laicismo y
un agnosticismo galopante que tiene diversas raíces, por mencionar sólo
algunas: la relativización de la verdad, fruto del ya mencionado pensamiento
débil, tema subrayado a menudo por Benedicto XVI, un materialismo que mezcla
todo en términos económicos, la herencia de gobiernos y partidos que tenían el
intento de remover a Dios de la sociedad, la explosión de la libertad sexual y
aquel rapidísimo progreso científico que no conoce frenos morales y
humanitarios. Además reina una ignorancia y descuido no sólo de la doctrina
católica sino del ABC mismo del cristianismo. Se siente, por eso, la urgencia
de la nueva evangelización que comienza con el kerigma anunciado a los no
creyentes, seguido por una catequesis continua alimentada por la oración.
Sin embargo, el
Señor, que nunca es vencido por la negligencia humana, parece que, mientras en
Europa se le cierran las puertas, Él las está abriendo de par en par en otros
lados, especialmente en el Asia. Y también en el Occidente, Dios no dejará de
reservarse un resto de Israel que no se arrodilla frente a Baal, un resto que
encontramos principalmente en los muchos movimientos laicales dotados de
carismas diversos que están dando una fuerte contribución a la nueva
evangelización. Estos movimientos están llenos de jóvenes, muy amados por los
últimos dos pontífices. Son ellos la semilla que, bien cuidada, crecerá en un
árbol nuevo lleno de frutos. Debe cuidarse, sin embargo, que los movimientos
particulares no crean que la Iglesia se agota en ellos.
En pocas palabras,
Dios no puede ser derrotado por nuestra negligencia. La Iglesia es suya, las
puertas del infierno la podrán herir en el talón pero nunca la podrán sofocar.
Hasta ahora hemos
hablado de papas, cardenales, obispos y sacerdotes, pero hay otro factor de
esperanza en la Iglesia que no debemos olvidar: el sensus fidelium.
Agustín lo llama “el Maestro interior” en cada creyente, y san Juan “la unción”
que nos enseña cada cosa, ella crea en lo íntimo del corazón aquel
discernimiento entre lo verdadero y lo falso, nos hace distinguir
instintivamente lo que es secundum Deum de lo que viene del mundo y del
maligno. Según la Dei Verbum,
también el sensus fidelium es un locus theologicus que debe ser
tomado en consideración por los pastores de la Iglesia. Las brasas
de la fe devota son mantenidas vivas por millones de fieles sencillos que están
lejos de ser llamados teólogos, pero los cuales, desde la intimidad de sus
oraciones, reflexiones y devociones, pueden dar profundos consejos a sus
pastores. Son ellos quienes “destruirán la sabiduría de los sabios y rechazarán
la ciencia de los inteligentes”. Esto quiere decir que cuando el mundo, con
toda su ciencia e inteligencia, abandona el logos de la razón humana, el Logos
de Dios brilla en los corazones sencillos, que forman la médula de la que se
nutre la espina dorsal de la Iglesia.
¿Pero por qué
estoy diciendo todo esto? Porque, aún profesando el lugar común de que el
Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no siempre lo tomamos en consideración
en nuestros planes sobre la Iglesia. Él trasciende todo análisis sociológico y
previsión histórica. Supera los escándalos, las políticas internas, los
arribismos y los problemas sociales, los cuales, en su complejidad, oscurecen
el rostro de Cristo que debe brillar incluso a través de densas nubes.
Escuchemos a Agustín: “Los apóstoles veían a Cristo y creían en la Iglesia que
no veían; nosotros vemos a la Iglesia y debemos creer en Cristo a quien no
vemos. Adhiriendo firmemente a lo que vemos, llegaremos a ver a aquel que ahora
no vemos”.
Y vosotros: ¿por
qué os encontráis aquí? En 1961 Juan XXIII recibió en audiencia al Cuerpo
diplomático ante la Santa
Sede en esta Capilla Sixtina. Indicó la figura dominante del
Cristo juez en el fresco de Miguel Ángel y les dijo que Cristo juzgará también
el obrar de cada nación en la historia. Vosotros os encontráis en esta misma
Capilla, bajo la figura de ese Cristo, con la mano levantada, no para aplastar
sino para iluminar vuestro voto, para que sea secundum Spiritum, non
secundum carnem, es decir, “non in
sinistrum nos
ignorantia trahat, non favor inflectat, non acceptio muneris vel
personae
corrumpat”.
Es de este modo que el elegido no será solamente el vuestro sino esencialmente
el Suyo.
Quisiera cerrar
con una nota más ligera. Éste no es el primer cónclave en el que he estado
presente. Yo estuve también en el cónclave de Pablo VI, como simple sacristán
que preparaba los altares. Un día vino a mí el Cardenal Montini, que me pidió
confesarlo; dos horas después era Papa. Muerto él, se preparaba el Cónclave, y
estaban con nosotros en el Colegio Santa Mónica, tres cardenales, entre ellos
el Cardenal Luciani. Siendo el más anciano me tocó dirigirles el saludo antes
de su partida a la
Capilla Sixtina. Recuerdo haber dicho: “Deciros `éxitos´ no
es de buen gusto; deciros `nos vemos´ es todavía peor. Sólo os digo: Dios os
bendiga”. ¡Soy un pájaro de buen agüero! El mismo saludo os dirijo a vosotros:
¡El Señor esté con vosotros y os bendiga!